La voz de lo callado (del objeto al espacio)

            Cuando se ha reparado en el valor profundo de Las Meninas o de otras obras maestras del espacio representado -El lavatorio de Tintoretto, la Junta de Filipinas de Goya-, uno puede llegar a impacientarse ante la presencia de las figuras que las ocupan. Personajes y objetos nos importunan; nos distraen de lo que en realidad quisiéramosver: el espacio pintado en sí mismo, la vibración de la luz en la atmósfera, la soledad esencial del escenario. Velázquez o Tintoretto, evidentemente, no pudieron incurrir en semejante desacato, pero otros artistas después de ellos sí han expulsado a la familia real y sus acompañantes, o a Jesús y sus apóstoles –o los han sustituido por otros (contingentes) pobladores- para disfrutar a sus anchas del verdadero protagonista estas obras maestras. Goya, por su parte, en el umbral mismo de la modernidad, dejó muy claro qué era lo que le interesaba representar en el mayor de sus lienzos: no a Fernando VII, remoto en su punto de fuga, ni a todos sus prescindibles consejeros. Quería pintar el volumen de un gran contenedor de aire inundado por la luz, como si ese falso vacío fuera la suprema manifestación de la pintura en sí misma.
            En el contexto de su propio trabajo, Mónica Dixon se ha atrevido a dar ese paso. Tal como lo evidencia esta retrospectiva, la intensa maduración de su pintura en la última década no sólo se sustenta en un creciente dominio de la técnica sino, sobre todo, en el modo en que se ha valido de ella para despejar el espacio pictórico de todo aquello que ha ido percibiendo como anecdótico y contingente. Esto no significa en modo alguno que las figuras humanas, el calzado, los ropajes o los enseres domésticos que pintaba hace unos años con una devoción por el objeto cotidiano digna a la vez del bodegón realista y del arte pop deban ser vistos como meros ejercicios de aprendizaje o que sean ahora rechazables en nombre de algún tipo de concepción simplista del progreso pictórico.
Todo lo contrario: contemplar retrospectivamente esos cuadros y relacionarlos con los que ahora firma Dixon permite advertir la profunda coherencia de esta pintura, su lealtad hacia una misma poética. Si ya no pinta aquellos objetos rotundos, sensuales, sobados casi amorosamente por el uso y el abuso que ocupaban sus cuadros de hace seis o siete años, y si las figuras –seres solitarios y absortos, a menudo en la luz misma- raramente los habitan ahora es porque la indagación acerca de la esencia de la realidad ha evidenciado, a ojos de la propia autora, que esos motivos le resultaban cada vez menos necesarios para pintar lo que en verdad parece interesarle; lo que da la impresión de que con singular obstinación y cada vez mejores herramientas ha querido pintar todo este tiempo: la realidad, entendida como persistencia. Es decir, la melancólica permanencia de las cosas frente a nuestra mirada transitoria. Y, en consecuencia, la soledad de las cosas y nuestra propia y fugitiva desolación. Aunque tiene bastantes rasgos formales en común –y devociones: Hopper, Warhol- con la obra de los llamados “metafísicos” españoles, la metafísica que Mónica Dixon practica en sus cuadros es de una naturaleza menos autoconsciente, irónica y cargada de citas. Consiste, sin más, en el registro de un sobrecogimiento elemental ante la belleza de una realidad que, misteriosamente, tiende a sobrevivirnos. Que va a sobrevivirnos. Y que, por tanto, de algún modo ya nos excluye.
Lo que ha cambiado a lo largo de estos años son los temas en los que Dixon rastrea ese misterio y esa belleza. Al principio, zapatos, ropas, muebles, estructuras arquitectónicas de interior colmaban casi por completo el espacio pictórico con una rotundidad que proclamaba todo lo contrario de una vanitas barroca. Las cosas entonaban un “aquí estamos y aquí seguiremos estando” por partida doble: como objetos comunes y también como objetos ya pintados. Incluso los interiores deshabitados, que ya abrían una pintura decididamente espaciosa, seguían repletos de enseres y texturas que otorgaban una sólida carnalidad a la luz. Pero el espacio ha ido ganando espacio; el protagonismo de esa luz que irrumpe a menudo frontalmente, ensanchándose, invadiendo el cuadro; y los objetos y las pieles de las cosas han acabado por salir poco a poco de escena. Exactamente igual que si se hubiese llegado a la conclusión de que lo realmente duradero, la realidad que prevalecerá frente a nuestra evanescencia, no es la de las cosas individuales, ni la configuración particular de los espacios, sino el espacio en sí y la luz que lo revela. O más bien, el espacio, pintado en forma de una luz que se define en su contacto con el mínimo de formas y el mínimo de objetos necesario para modularla.
En algunas etapas de esa indagación, Dixon ha jugado también con una idea inevitable: la posibilidad de que la realidad sea una construcción. Ahí se inscriben sus originales puzzles en los que deconstruye y reconstruye una misma perspectiva o imagen que previamente ha descompuesto en secciones concéntricas. Pero, a pesar del interés de esos experimentos -que bien podrían denominarse shattered spaces tomando el título de una de sus piezas-, en los últimos tiempos predominan dos series en las que la pintora regresa respetuosamente a la construcción por excelencia de la pintura occidental –la perspectiva- y se concentra en una técnica firmemente clásica para figurar lo más difícil de figurar: el espacio, no como mera construcción o como vacío, sino como presencia. Lo hace mostrando en paralelo, con una pincelada de pureza máxima, los interiores colmados de luz (y de contraluz, de sombra, que tiende a desbordar el cuadro, a acumularse en la parte del espectador) y describiendo también el lugar de donde procede la luz: el exterior. ¿Qué hay fuera? Esencialmente lo mismo: más espacio, mas aire, más luz, pero desbordándose hacia el infinito. Las solitarias arquitecturas que aparecen aplastadas bajo una atmósfera luminosa, sin mácula de nube, en los hopperianos paisajes de la Norteamérica rural parecen resaltar lo que las construcciones humanas tienen de precario bajo la perdurable majestad del espacio y el cielo.
Y, con todo, ni esos interiores ni esos paisajes son ámbitos totalmente solitarios. Los habita, obviamente, eso que quiso pintar Goya en su Junta de Filipinas: la plenitud, la realidad de la propia pintura. Y también, incidentalmente, nuestra mirada. Aunque sólo sea una absorta mirada de paso.

J. C. Gea

Texto para el catálogo de la exposición 'La voz de lo callado (del objeto al espacio)' en el Centro de Arte CasaDuró de Mieres (Asturias) Marzo-Abril 2011